Texto escrito el 5 de mayo de 2010
Necesitaba salir a beber aquella noche. No estoy seguro de qué fue exactamente lo que me empujó a salir sólo. Quizás el estrés acumulado durante meses por problemas laborales, alomejor el hastío que consumía mi vida y me llevaba a escapar momentáneamente de la rutina y la sobriedad o quizá simplemente fuera la imperiosa necesidad de matar unos cuantos millones de neuronas que no callaban nunca. El caso es que aun sin tener a nadie con quien salir, metí unos cuantos billetes de cincuenta euros en la cartera, saqué la tarjeta de crédito, cogí las llaves y salí a la calle con afán de quemar la noche.
Era la noche del miércoles. ¿Qué habría abierto un miércoles a esas horas? Mientras pensaba sobre ello me dirigí hasta la boca de metro más cercana. De ahí, pensé, que iría a la estación de Chamartín donde empecería a beber sin mesura para después dejar que fuera el alcohol el que guiase mis pasos el resto de la noche. Por experiencias pasadas sé que las estaciones de tren o bus en las grandes ciudades son puntos de encuentro de gente extraña. Gente de que va de paso, personas que huyen de algo o buscan una nueva vida. Muchos que quedaron atrapados en esa huida o búsqueda durante años y convirtieron su vida en eso.
Entré a la estación de metro y a los pocos segundos pasó el siguiente tren. Me introduje en el vagón de cabecera y ojeé un poco alrededor a ver que tipo de gente rondaba por allí un miércoles a esas horas. Eran más de la una ya. En ese vagón, viajaban tres personas más aparte de mi: Una pareja joven en actitud muy acaramelada y un individuo más o menos de mi edad que dirigía la mirada alicaida hacía el suelo. Me llamó la atención aquel chico triste que portaba una maleta. Estuve todo el trayecto pensando sobre cual sería su situación. ¿Donde iría? Me dio la impresión de que se acababa de pelear con la novia o algo así. Cuatro paradas más tarde, en las que ni bajo ni subió nadie, llegué a Chamartín. En cuanto las puertas se abrieron salí ligero hacía el bar de la estación impaciente por tomarme la primera copa.
Es sorprendente la de gente solitaria que puede haber en el bar de una estación un miércoles a esas horas. La mayoría de la gente que allí pululaba lo hacía en solitario. Gente de todas las edades y de lo mas variopinta. Sin duda no me había equivocado de lugar: aquel era el sitio perfecto para empezar la noche sin sentirme un bicho raro y solitario. Me senté en la barra y le pedí un ron con coca cola al desagradable camarero que había detrás de la barra. Me lo sirvió casi sin mirarme a la cara. Le di un buche corto, uno largo, y otro más largo aún. ¡Póngame otro por favor! Esta vez sí que me miró, hizo un gesto levantando los hombros y se dispuso a ponerme el segundo cubata. Mientras me bebía esta segunda copa más tranquilo vi entrar en el bar al chico alicaído del vagón. Entró mirando hacía el suelo, se dirigió al camarero para pedirle una cerveza y se sentó en una mesa mirando hacia la calle.
Después de un par de cubatas mas por mi parte y unas pocas cervezas por la suya decidí preguntarle qué le ocurría. – Hola, hemos coincidido antes en el vagón, ¿me recuerdas? -le dije – No – fue su respuesta.- ¿Qué te ocurre? Se te ve jodido. ¿Te importa que me siente contigo a beber? – le pregunté. – No hombre, no me importa, siéntate si quieres.- Tras presentarnos nos contamos brevemente cual era la razón que nos llevaba a estar ahí. Yo le dije que no tenía ni idea qué estaba haciendo ahí, que simplemente quería emborracharme y aquel me pareció un lugar tan bueno como cualquier otro. Él me dijo a mi que había tenido ciertas diferencias conyugales, que su mujer tenía mucho carácter y lo había echado sin mediar. Me contó que no era de Madrid, que era del norte y que no tenía donde quedarse en Madrid. Tenía que esperar al próximo tren que saliera hacia Asturias y le quedaban cuatro horas de espera. Me dijo que no entendía como se había podido casar con aquella arpía estúpida. Yo le conté lo aburrido que estaba de mi trabajo y de todo en general. Hicimos buenas migas rápido. – ¿Por qué no nos vamos de fiesta esta noche? Cambia el billete y ¡vayámonos de fiesta! – le dije. – mmmmm, no se, no se si debería…. – dudó él – Venga hombre, vayámonos a quemar la noche, yo también debería trabajar mañana, pero me da igual, un día es un día – dije para convencerle. – ¡Esta bien! ¡Vamos de fiesta! – dijo al fin convencido.
El alcohol ya estaba surgiendo el efecto oportuno. Aquel chico y yo empezábamos a tratarnos como si nos conociéramos de toda una vida. Fuimos a dejar su maleta a una consigna en la estación y paramos un taxi. – ¿Qué hay abierto a esta hora para tomar algo? – pregunté al taxista. Era joven, de nuestra edad más o menos. Nos dijo que el conocía un buen lugar que precisamente era los miércoles los días que más éxito tenía. Estuvimos todo el trayecto hablando los tres y congeniamos bien. Al final lo convencimos para que acabara un poco antes su jornada de trabajo y se viniera con nosotros. – ¡Claro joder! !Los autónomos no tenemos jefes! – fue su último comentario sobre el asunto.
Era un local algo cutre y oscuro pero la música era excepcional y el ambiente aun mejor (O al menos así lo percibí yo, quizá por los cinco cubatas que llevaba entre pecho y espalda). Estaba lleno de gente: chicas jóvenes y atractivas, chicos rondándolas y parejas disfrutando de su copa. Tenía ante mis ojos todo un documental en vivo sobre el cortejo y la seducción humana. Solo faltaba una voz en off al estilo Felix Rodriguez de La Fuente. Nos sentamos en una de las pocas mesitas libres que había y pedimos una botella de ron.
Nuestro nuevo amigo taxista nos estuvo contando como su vida tampoco era un camino de rosas. Nos contó que vivía con los padres y que estos no se entendían. El padre era alcohólico y la madre una ama de casa aburrida que no hacía más que ver la tele y discutir. El taxi en el que trabajaba era de su padre y con lo que quedaba a él de lo que ganaba no le daba para vivir solo.
Seguimos bebiendo y bebiendo hasta que todo se tornó más difuso alrededor. Cuando llevábamos casi dos botellas las voces de los que me acompañaban dejaron de ser voces para convertirse en una especie de rebuznos incomprensibles. Habíamos estado hablando durante horas sobre muchísimas cosas: Sobre nuestra vida, nuestros amores, nuestras pretensiones, nuestras ilusiones, sobre chicas, sobre familia, etc… Mucho tiempo charlando y bebiendo pero yo ya había pasado el limite establecido en mi organismo para seguir siendo dueño de mi conciencia. Todo alrededor se tornó nublado y de repente me pareció extraño estar ahí sentado con dos completos desconocidos. Los miré y ellos seguían hablando. El asturiano de repente parecía haberse puesto a llorar y el taxista parecía recriminarle algo. No entendí muy bien de que iba el asunto ni me interesaba lo mas mínimo. Quise levantarme para irme de allí de forma disimulada pero en el mismo momento de levantarme el chico del tren me cogió del brazo y comenzó a gritarme – ¡Tu lo sabías cabrón! ¡Tu lo sabías, me la has jugado! ¡No os basta con arruinar mi matrimonio que queréis reíros de mi! – ¡Joder! no tenía ni idea de que iba el asunto pero desde luego conmigo no iba la cosa. Le di un empujón como pude y le dije que me soltara. El taxista le agarró y comenzaron a forcejear entre ellos. El asunto se torno a peor y empezaron a golpearse seriamente. Intenté separarlos pero el alcohol me impedía casi tenerme en pie. De repente noté que algo me agarraba por detrás de la solapa de la camisa, me arrastraba hacia una puerta de emergencia alado de los baños y me expulsaba hacía la calle como cuando se tira una colilla chasqueando los dedos. Justo después de mi salieron los dos personajes que me acompañaban.
En la calle las cosas mejoraron un poco. Los dos que ya se habían golpeado bastante dentro del bar, decidieron hablar y se dieron cuenta que ambos habían sido engañados por la misma mujer. El taxista no sabía que ella estaba casada. También se aclaro mi papel en toda aquella historia. Yo solo fui el mecanismo empleado por la Providencia Divina para hacer que ellos se conocieran. Alguna fuerza superior me llevó a salir aquella noche y juntar aquellas dos personas. Por alguna razón en particular. Son cosas que ocurren.
Yo ya no se nada de ellos, ni sé si ellos siguen manteniendo el contacto. Mi papel en el teatros de sus vidas culminó aquella misma noche después de la función.
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